jueves, 22 de diciembre de 2011

ESTRELLA DE NAVIDAD



La pequeña leona, herida de muerte, yacía recostada sobre la hierba de aquel paisaje selvático y nocturno, con la sombra del baobab dibujando esqueletos en el cielo iluminado por una luna africana roja, inmensa, al lado del cachorrillo asustado que llorando le pedía que no le dejara, mientras la leona con ojos bovinos le repetía que no iba a abandonarlo y, señalando una estrella, la más brillante, le decía: siempre que me necesites, busca a esa estrella y me encontrarás. La voz fue debilitándose a la vez que una mano descarnada fue ocultando poco a poco el paisaje. La escena fue difuminándose hasta desaparecer como si el firmamento se hubiera engullido a sí mismo con todos sus astros.
El niño se despertó totalmente mojado. Aunque llamó varias veces a sus padres únicamente recibió por respuesta un sombrío silencio.

Llegó Diciembre con una sucesión de días opacos y tristes. Juan jugaba a veces con su linterna, iluminando con el pequeño haz los animales de juguete a los que alineaba una y otra vez en imaginarias expediciones en las que buscaba a jirafas perdidas, gacelas desaparecidas…
- ¿Vamos a poner el belén, mamá? –preguntó a su madre enfocándola con la linterna.
Ella estaba sentada frente al televisor sin voz, mirando el agujero de la pantalla.
- ¿Vamos a poner el belén? –gritó Juan enfadado.
- Sí, mañana bajaré las cajas del altillo. Pero lo montas tú ¿vale?

A pesar de las circunstancias, habían intentado recomponer la normalidad pero la tristeza corroía el ambiente y el silencio se había introducido en cada repliegue de la casa. Ellos ya lo tenían metido en el cuerpo y no podían detener su avance.
Juan era el único que proseguía con sus ruidodsas actividades.
Al principio, preguntó. Preguntaba a todas horas, pero paulatinamente dejó de hacerlo con tanta frecuencia. Nadie le respondía. Su madre se levantaba y se iba a la habitación y su padre le distraía con alguna historieta; así, poco a poco, la ausencia fue prolongándose insidiosamente, invadiéndoles como la maleza en un jardín deshabitado, hasta que Juan dejó de preguntar y comenzó a escudriñar todos los rincones de la casa.
Aprovechaba los momentos en los que le dejaban solo para entrar en la habitación de su hermana mayor y husmear como un perrito entre sus cuadernos, entre la ropa del armario, en la cama bien hecha, limpia y estirada. Un olor se superponía al del suavizante, un efluvio de ausencia disecada, a pesar de que su madre siempre mantenía esa puerta cerrada, excepto cuando entraba a limpiar, a cambiar las sábanas, a lavar la ropa limpia, a desordenar la mesa de estudio para volverla a ordenar y abrir la ventana, dejar entrar el sol, y a pesar de eso la oscuridad se había hecho dueña de ese piso antes luminoso…antes, no hacía tanto tiempo, tres meses apenas y ahora las voces quedas, los movimientos cansados se le habían adueñado.

En una hora, Juan montó el belén. La enorme estrella que cobijaba al portal brillaba con luz propia.
- Ya lo he acabado ¿quieres verlo. No obtuvo respuesta y fue en busca de su madre.
Al entrar en el salón oyó a su padre. “…esto no puede continuar así, no podemos vivir como si no hubiera pasado…” Al ver al niño enmudeció.

Juan dejó de mirar fijamente la estrella plateada que presidía el belén, sólo cuando su madre le llamó por quinta vez.
-Sé que está ahí, porfa, déjame un rato más, -le dijo volviéndose hacia su madre que lo miraba desde la puerta.
- Puede ser, pero por hoy ya está bien, -le contestó su madre. Sus ojos enrojecidos desmentían la sonrisa que esbozaba. Hay que preparar la mesa –añadió mientras se anudaba el delantal.

Era Nochebuena y por primera vez desde hacía tiempo el aroma nebuloso de la casa parecía desenredarse, como si una minúscula alegría intentara respirar por el resquicio de la Navidad.
- Ya tienes casi siete años y creo que lo vas a hacer muy bien –le animó la madre a Juan. Mientras yo vigilo el horno y tu padre corta los turrones, tú ve preparando la mesa.
El ruido que producía el trajín de cubiertos, vasos, sillas… fue penetrando como un bálsamo por la casa.

- Pero Juan, somos tres y has preparado la mesa para cuatro –le dijo su madre.
- Ya lo sé. La estrella me ha dicho que no vendrá, pero también que no podemos olvidarnos de ella –añadió sonriendo.

La leona hundió su rubia cabeza entre la hierba. El cachorrillo se abalanzó sobre ella y se durmió guarecido entre sus patas inertes. Al despertar aterido de frío, miró hacia el cielo: las estrellas habían asaltado el firmamento y la sombra del baobab había desaparecido.
Juan se despertó llorando pero no llamó a nadie.


martes, 6 de diciembre de 2011

AMOR MUSICAL

La música suena, trompetas triunfales para vestidos de noche negros que aplauden más allá de los tobillos, taconeando zapatos sensibles como pájaros voladores, deslizándose suaves, jugueteando con dedos apretados que danzan sobre tí, mi sordo feliz. Ahora no debes retroceder, abre tus oídos, te he concedido la victoria, la gracia de este baile soñando música.

martes, 22 de noviembre de 2011

REORGANIZACIÓN CONYUGAL


Le gustaba tanto el abrigó que su marido le había regalado, que aquella noche tuvo el capricho de dormir desnuda tapada con él. A la mañana siguiente, con la marca de unos profundos arañazos con forma de garra en la piel de su cuello, decidió que de Febrero a Abril, época de celo del visón, su marido dormiría en el sofá.

martes, 8 de noviembre de 2011

AMOR SIN MANCHA


La bayeta acogió en su seno la última mota de polvo que había  quedado sobre la superficie.

viernes, 4 de noviembre de 2011

SSSSSSSS




NO ROZA EL VIENTO LEJANO
                                                                       
EN LAS ESQUINAS TORCIDAS
     
DONDE EL RECUERDO DORMITA




lunes, 17 de octubre de 2011

VIVIR COMO RAIZ DE ARBOL


Aprendizajes de estepario: 1.VIVIR COMO RAIZ DE ARBOL
Durante el verano, el estepario olvidó la piel deshabitada a fuerza de trabajar.  Para cuando las hordas humanas invadieron su bosque, ya había hecho una pequeña hendidura debajo del tronco sobre el que estaba el ordenador y cuando el silencio era cigarra alborotada, se sumergía en la oquedad. Dicho así parece fácil, ya que la hendidura se ensanchaba hasta engullirlo. Pero fue un proceso lento del que no salió indemne. En los primeros intentos la cabeza se le quedaba atorada, el cuello oprimido por los bordes de la grieta, la pelambrera que protegía las distintas partes de su cuerpo, erizada ante los primeros síntomas de asfixia. No conseguía el vacío, no podía olvidar el instinto humano: primero la cabeza como en el parto. Para cuando comprendió que este no era el impulso que debía seguir, había hecho quince intentos, a cada cual más desafortunado (en el último de ellos logró desatascarse agarrándose al teclado, lo cual produjo el hundimiento de varias teclas, suceso que determinó que su escritura estival se viera enriquecida por la búsqueda de palabras que no tuvieran b, s, y z, aunque esto es otra historia).
He de entrar por los pies, se dijo, claro, son ellos los que me sujetan a la tierra, de ahí estos pelos como escarpias, sensores que dibujan caminos de caracol en la tierra otoñal o arañazos de escarabajo pelotero en el polvo del verano, ¡oh poética! he de abandonar la cabeza, allí, arriba, y que sólo los sentidos entren en el vacío: cuando lo consiga, la cabeza me cabrá perfectamente, estará como hueca.
Y así fue, en aquel primer verano de aprendiz de estepario, como logró el vacío necesario para penetrar fácilmente en la tierra y vivir como raíz de árbol.

domingo, 9 de octubre de 2011

Ante el precipicio


¡Ojalá estuviéramos solos en el Universo!, le susurró él al oído justo cuando anochecía. La incertidumbre que la invadió se transformó poco a poco en temor. Bueno, solos no, reconsideró él: está la Naturaleza, la Naturaleza con mayúsculas, siéntela. Ella notó cómo la brisa tamizaba sus palabras. Era una noche profundamente estrellada. El valle, alfombra vertiginosa y oscura, se extendía a sus pies como el altar de un templo derruido, las dos montañas gemelas columnas de un atrio luminoso revestido por la cúpula celeste.  Permanecían sentados ante el precipicio, callados, olfateando los límites del horizonte escondido, cuando él quebró el silencio para llamarla princesa, y un miedo desconocido, primitivo, se fue apoderando de ella. Imaginó una invasión extraterrestre, una abducción colectiva de los habitantes del valle, allí abajo en el pueblo. El estruendo de las naves de rastro refulgente al abandonar la vaguada no podía apagar los crujidos de las ramas, los sonidos de las aves de la noche que era incapaz de reconocer...y rogó que al menos quedara algún marciano despistado, alguien a quien querer de manera previsible, aunque imprevisibles fueran sus necesidades...cualquier cosa antes que seguir  sola en el mundo con él.  Más miedo no puede tener, está sola por primera vez ante el deseo, en el día de su catorceavo cumpleaños. Quiere empujarlo hacia el vacío, pero únicamente consigue darle con una piedra en la cabeza y huir sendero abajo hasta llegar a casa, contestar a qué ha pasado, se ha caído y golpeado en la cabeza, para diez minutos después llegar él desmadejado, lívido. Tres puntos de sutura él y ella trece años ejercitándose en besos consentidos: besos de sabor a humo, besos de cerveza, besos de espaguetis, besos....

Hoy, de pronto, le ha asaltado este recuerdo como un delfín enloquecido irrumpiendo a traición en este día tan importante, aquí en la iglesia, en el día de su boda, ante el altar repleto de azucenas y lirios blancos, percibiendo los murmullos de su familia, de sus amigos, la letanía del cura cada vez más lejana, sumergida en el país de la memoria que la habita desde que ha puesto los pies en este templo, arrastrándola al borde del precipicio, con el novio de su hermana pasando de la contemplación zen a la acción sin miramientos, besándola mientras ella le grita temblando besaré a quien yo quiera y no a ti, que has estado acechándome desde que llegaste con tu mochila de espiritualidad a cuestas, con tu barba y pelo claro, deslumbrando a las mujeres de la casa…

Entre la nube de arroz le ve acercarse a darle la enhorabuena, trajeado, medio calvo, acariciándose la leve cicatriz de su sien izquierda. Ella le responde con un beso terroso y tenso de ciervo acorralado.


domingo, 25 de septiembre de 2011

MÁS ES MENOS, MENOS ES MÁS



La sensación de picazón en el costado izquierdo de Matías aumentaba día a día.  Desde hacía un mes, entre la tercera y cuarta costilla, había aparecido una roncha que se iba engrosando con rapidez y que le hacía sentir una comezón agobiante, sobre todo cuando el ambiente era caluroso.
Había consultado al Comité de Miembros Exteriores de su empresa sobre las posibilidades de frenar su evolución, pero el mutismo al respecto fue absoluto. Únicamente fue advertido de que tal y como estaba de avanzado el proceso de madurez de su roncha, era cosa de días que se produjera la eclosión.
- ¿No quiere saber lo qué va a ser? –le preguntó la presidenta del comité.
-  Por supuesto –contestó.
- Va a ser un brazo, Matías, -le dijo con una gran sonrisa el segundo secretario.

El lunes 27 de Julio, a las seis de la mañana, un fuerte dolor le despertó. Matías se palpó el costado, y no sin cierta repugnancia, notó como unos deditos blandos y viscosos acariciaban su mano derecha. Encendió la luz: el bracito estaba en desarrollo todavía; calculó que mediría unos quince centímetros, rosado, regordete y bien formado, aún con poco tono muscular. La mano estaba completa, con sus cinco dedos y uñas aunque sucia por un líquido ambarino y espeso.
Se dirigió al cuarto de baño pensando que hubiera preferido una tercera pierna. En su trabajo tenía que pasar muchas horas de pie o sentado dibujando y hubiera sido un alivio poder contar con un apoyo más... pero no había que tentar al diablo. Posiblemente era afortunado en aquella época en la que nacían tantos miembros tardíos, muchos de ellos inútiles para la vida laboral.
Un brazo de más es un brazo de más, repetía optimista mientras limpiaba con jabón y agua caliente su nuevo brazo y desinfectaba con Betadine el punto de inserción por el que había nacido el bracito, una mancha rojiza donde antes estuvo la costra.
Matías se vistió. De momento la ropa no era un problema. Acomodó el brazo ladeándolo sobre el  estómago debajo del polo. Al abrir la puerta dio un respingo al notar como el dedito pulgar se había acomodado en el ombligo. Sonrió. Más es mejor que menos, dijo dando un portazo.

A las ocho en punto Matías entró en el Ministerio de Formaciones Tardías y Mutilaciones. Un amplio vestíbulo de luminosa cúpula daba paso a una escalera de mármol equipada con plataformas elevadoras a ambos lados. Subió deprisa y desembocó en una sala dividida en dos por un panel azul eléctrico. Se dirigió sin titubear a la parte derecha, señalizada por el cartel de “Formaciones Tardías” y en la que una señorita uniformada, a la vez que le entregaba un número le indicó que tenía que pasar primero por  la sección de Verificación y Veredicto, después por la de Certificación de Nuevos Miembros y finalmente por la de Cursos de Adaptación y Normativa.
Iba a ser un largo día de papeleo, así que Matías buscó asiento en la repleta sala de espera, entre un hombrecillo calvo y trajeado y una señora de mediana edad vestida con una larga falda floreada.
- Me llamo Francisco Solfa, - le dijo el hombrecillo a Matías, sonriendo y balanceando las piernas que no le llegaban al suelo.
- Y yo Matías Planas –le respondió.
- Si no es indiscreción –añadió el hombre -¿lo suyo qué ha sido?
- Ha sido un brazo ¿y lo suyo?–le susurró Matías acercándose.
- Una segunda fila de dedos en mi mano derecha, a mí, fíjese, a mí que soy pianista – respondió radiante.
La música ambiental cesó y dio paso a una voz de tono bajo pero imperioso que ordenó “Silencio” y recitó el artículo 15 de la normativa vigente acerca de la obligada discreción en lugares públicos sobre las mutaciones individuales. La música se reanudó en la sala.
Matías tenía el número cincuenta y la cola avanzaba con lentitud.  Su compañero de asiento no paraba de moverse. En el mismo momento que su vecino le mostraba su nueva mano, Matías recibió un leve golpe proveniente de un pie infantil que sobresalía bajo la falda de su otra compañera de asiento. Siguió la mirada de la mujer y descubrió una cámara de seguridad. De ahí en adelante sólo se movió para levantarse cuando su número apareció chispeando en la pantalla.
Pasó a la primera sala. El reconocimiento de su brazo fue rápido: era sano y crecía adecuadamente. Le recetaron una pomada de rosa mosqueta para una correcta cicatrización del punto de nacimiento y desde esa misma sala accedió a la siguiente. Allí entregó el informe médico para que le fuera expedido un nuevo documento de identidad en el que fue reflejada su recién adquirida mutación y la idoneidad para su desempeño laboral. Salió de nuevo a una sala de espera más pequeña que la anterior y mucho más despejada de gente. En una mesa de centro habían apilados distintos tipos de folletos. Matías ojeó algunos y se guardó varios relacionados con tiendas y almacenes especializados en ropa adaptada y accesorios. Se agruparon de diez en diez según instrucciones emitidas por el altavoz y al cabo de unos minutos, fue llamado su grupo.
Esta tercera y última sala por la que tenían que pasar estaba organizada como un aula. Les recibió un hombre joven vestido con pantalón y camisa tunecina de color fucsia. Destacaba en su cara, coronando su primitiva nariz aguileña, un pequeño apéndice nasal perfecto en su armonía.
El grupo estaba inquieto, sus nuevas extremidades crecían. El brazo de Matías pugnaba por salir de su encierro y al introducirlo nuevamente bajo su ropa, observó como su anterior compañera de asiento intentaba controlar los pasos vacilantes de su nuevo pie sobre la moqueta.
El profesor chistó varias veces para reclamar con voz doblemente nasal su atención y comenzó a hablar:
- Ante todo les diré, queridos amigos, que entiendo la excitación que tienen. Hace dos años pasé por lo mismo que ustedes están experimentando ahora. Por eso hoy les voy a hablar de dos mandamientos que no deben olvidar y en los cuales deben ejercitarse. El primero de ellos es la necesidad de aprender a controlar,  a conducir correctamente a sus nuevos miembros. Pertenecen al estamento intermedio, al de las formaciones tardías de las extremidades. Ya conocen al estamento superior al que los instructores pertenecemos, el de las formaciones tardías superiores, es decir, las relativas a la cabeza y rostro, y es por ello que ejercemos las funciones de control y educación... el instructor calló un momento, les dio la espalda y se sonó ruidosamente.
- Perdón, continuemos. Ustedes no pueden utilizar el nuevo miembro más que para el desempeño de su vida laboral, para la mejora de su competencia y rentabilidad en el trabajo. Este es el segundo mandamiento. El instructor calló un momento, miró al grupo con seriedad y añadió, - por tanto, la utilización de los nuevos miembros para otros menesteres está terminantemente prohibida y castigada con la pena de mutilación total.
¿Alguna pregunta? –inquirió haciendo un mohín con su pequeño apéndice. Ante el silencio reinante concluyó, -así mismo no son recomendables ni la ostentación de sus mutaciones ni las relaciones con los mutilados. Y ahora relájense y vayan pasando de uno en uno a recoger la ficha de inscripción y los horarios del curso de adaptación, dijo dando por acabada la clase.

Después de cuatro horas, Matías necesitaba ir al lavabo antes de salir del Ministerio.  Al entrar se encontró con Francisco Solfa, al que no había vuelto a ver y se saludaron.
- Es fantástico Matías,  -decía a la vez que orinaba - cuántas posibi-lida-des la-bo-ra-les... La voz del pianista fue convirtiéndose poco a poco en gemidos placenteros ante el asombro de los presentes.
A la salida Francisco Solfa fue duramente reprendido por los agentes de seguridad.  Los demás se alejaron con rapidez hacia la calle. Entre ellos Matías, muy preocupado por la soltura que su nueva mano había demostrado a la hora de desabrocharle la bragueta.

Tenía el resto del día libre, así que decidió ir a uno de los centros comerciales anunciados en la propaganda que había cogido. Entró en Factory Different. Aparentemente la ropa estaba diseñada igual que toda pero después de una detallada inspección de diversas prendas, Matías admiró el acierto de los detalles interiores que hacían que la ubicación de nuevas extremidades y apéndices corporales fuese comodísima y discreta, para que nadie pudiera sentirse diferente.  Se prendó de una preciosa bufanda bífida y a punto estuvo de comprarla.  Abandonó la sección de complementos después de probarse por equivocación unos guantes de diez dedos, y avanzó algo triste hacia la sección de camisas y camisetas. Repasaba una a una las camisas colgadas en el expositor, cuando percibió un  estirón en su polo y una joven que había a su lado dio un respingo tambaleándose.
- Oiga, no se pase, -le dijo a Matías con un susurro. – Por favor, déjeme... no puedo estar aquí. Soy del estamento inferior. Matías, asombrado, se dio cuenta de que su nuevo brazo rozaba con insistencia la cadera izquierda de la joven.
- Perdónele, perdóneme –rectificó Matías, colocando el brazo otra vez en su lugar.
La joven no dijo nada más y se alejó hacia los probadores. Matías la estuvo mirando hasta que desapareció. Notó algo extraño en su bonita figura pero no pudo descifrar lo que era.

 Matías holgazaneaba en la cama con su brazo adolescente acariciándole, cosquilleándole, abrazándole. Era domingo. Habían pasado cuatro semanas y el brazo ya estaba plenamente formado.  La mano había adquirido fuerza y destreza; cada vez dibujaba más deprisa e incluso ya tecleaba el ordenador con mucha eficiencia. Su rendimiento laboral había mejorado, sus diseños eran más rápidos y perfectos.  Y aun así, Matías cada vez dormía menos, estaba intranquilo, le costaba controlar su brazo. No tenía ganas de levantarse. Pensaba en qué era lo que no había hecho bien: había acabado con excelencia el curso de adaptación y control, había realizado los ejercicios recomendados pero desde que empezó a convivir con él se sentía solo como nunca lo había estado. Apartó su nueva extremidad y estiró el brazo derecho hasta alcanzar el mando que estaba sobre la mesita de noche. Conectó el DVD y la pantalla se iluminó. Pulsó el play disponiéndose a ver por enésima vez la película que les habían dado el último día del curso con la intención –según les dijo el instructor- de que comprobaran los resultados de una mala educación sobre sus nuevos órganos.
Las primeras secuencias mostraban el imponente despliegue de las fuerzas de alta seguridad así como de numerosos medios de comunicación alrededor de un multicine de las afueras. En las siguientes, las escenas de la detención de Francisco Solfa en los lavabos acompañado de tres señoritas del estamento inferior. La imagen estaba movida pero se vislumbraban los múltiples senos de las tres mujeres como picos de una cordillera tibetana y los quince dedos del pianista tecleando sobre la piel. La última secuencia presentaba a Francisco Solfa esposado intentando multiplicar el signo de la victoria con sus dedos, seguramente por última vez.
 Matías apagó el aparato y se levantó. El bracito había permanecido replegado sobre sí mismo durante la proyección.

Ese mismo domingo por la tarde Matías se decidió a dar una vuelta. Se había puesto una camisa nueva con un acertado suspensorio en el que acomodó el brazo. Estaba impecable. Nadie, nadie hubiera sospechado de su condición. Paseó por el centro, cosa poco recomendable ya que según las ordenanzas, los ciudadanos debían explayar su ocio en las zonas acotadas para ello en las afueras de la ciudad, hasta que acabó perdiéndose en el casco antiguo, abandonado y casi deshabitado desde hacía muchos años. De tanto en tanto, un helicóptero de seguridad levantaba el polvo de las callejuelas, pero remontaba el vuelo con rapidez.
Matías se apoyó en la pared. Sentía una gran agitación en el brazo que intentaba descolgarse del cabestrillo interior. Entonces escuchó una música que provenía de la acera de enfrente. Cruzó la calle y guiándose por el sonido dio con una puerta oscura. Se paró frente a ella y vio un pequeño cartel con letras rojas: “Bailes de Salón La Fraterna”. Su brazo le franqueó la puerta.
Matías fue hasta la barra del local. Pidió un gin tónic y se sentó en una de las sillas adosadas a la pared. El salón estaba iluminado con la discreción suficiente como para poder verse bien en las distancias cortas. La zona central estaba repleta de parejas bailando un antiguo bolero.  El nuevo brazo sostenía con soltura el gin tónic mientras Matías observaba conmovido el baile armonioso de piernas como trípodes, brazos como pulpos, parejas mixtas de sobredotados y mutilados que se deslizaban por la pista. Le pareció ver una figura conocida bailando, una joven con un vaporoso vestido desmangado. Sus hombros redondeados eran perfectos. Casi tanto como sus muñones. Finalizó la pieza que había estado sonando y Matías se levantó para acercarse a la chica.
- ¿Quieres bailar? –le preguntó cuando llegó a su lado.
- Sí, me gustaría mucho.
Los acordes de un tango conquistaron el local. Matías estrechó a la chica con dos de sus brazos mientras que el tercero le acariciaba la cadera como aquel día en la tienda.
A veces menos es mejor que más.











viernes, 9 de septiembre de 2011

DULCE HOGAR


La gallina fue confiscada justo antes de cruzar la frontera. Su foto se había publicado en los diarios importantes de la zona e incluso había aparecido en varios noticieros de televisión.
El propietario no fue capturado, ya que bajó del autobús una parada antes de la frontera.

Avelina fue conducida al retén de la aduana. Un agente le preparó una caja de cartón en la que colocó algunos periódicos y la depositó allí. En torno a la caja se agolpaba una multitud: agentes de aduana, dos forenses, periodistas y curiosos. Avelina, al despertar, se alzó con pompa sobre sus dos patitas, estiró las alas y salió de la caja, dejando al descubierto un hueso humano.
Inmediatamente fue arrestada y quedó bajó la custodia del oficial.

El hombre descendió del autobús. Ante los numerosos vehículos policiales que veía conforme se acercaba a la frontera, decidió que quizá, la única manera de salvar a Avelina, era separarse de ella. Caminó de vuelta a casa. No tenía a nadie y no sabía a donde ir. Lloraba por Avelina, rememorando mientras andaba campo a través, como la encontró ante la verja de su casa, coja de una pata y con la cresta magullada. Le entablilló la pata y le desinfectó la cresta. La acomodó en un cesto en la cocina, y la alimentó con lombrices, insectos y restos de su comida masticada. Nunca le faltó alimento de primera calidad a Avelina que empezó a poner unos huevos muy hermosos de cáscara dorada.
Dormía encima del ropero y, al amanecer, volaba hacia él picoteándole la barba.
Le acompañaba en su trabajo: mientras él limpiaba sepulturas o alisaba la tierra con el azadón o desmembraba terrones con la pala.
Según fue reponiéndose, los huevos se espaciaron, pero el sepulturero se sentía feliz, acompañado.
Un día de tormenta, Avelina se puso clueca y el único huevo que pudo incubar salió huero. Dejó de cacarear, de despertarle, de acompañarle.
Desesperado, se suscribió por correo a la revista “Cría Avícola”. De su lectura concluyó que Avelina necesitaba para la prosperidad de sus huevos, una sobrealimentación de proteínas.
Comenzó a cavar en la parcela de viejas tumbas abandonadas para extraer lombrices e insectos abismales.
A los veinte días de recibir esta alimentación, Avelina puso su primer hueso. Restablecida totalmente, comenzó una puesta imparable de huesos y huesecillos por toda la casa y el terreno circundante. Tan contenta estaba que cacareó sin recato durante  el sepelio de un famoso abogado.
A los dos meses, la vieja zona del cementerio quedó arrasada. El enterrador prosiguió la búsqueda de alimentos en sepulturas recientes hasta que la víspera del 1 de Noviembre, al atardecer, mientras alimentaba a Avelina con unos extraños insectos luminosos, comprendió que su suerte estaba echada. Y huyeron.

El sepulturero fue detenido justo en la entrada del cementerio. La foto del profanador había sido publicada en todos los diarios de la zona e incluso había aparecido en varios noticieros de televisión.
Los agentes que procedieron a esposarlo declararon que no opuso resistencia. Sin embargo, resaltaron el hecho de que antes de ser introducido en el vehículo policial, emitiera un potente kikirikí. 



jueves, 1 de septiembre de 2011

Una leve agitación


Para mi desgracia, aquella mañana tropezó con él cara a cara. Noté el estremecimiento que agitó todo su cuerpo. Me encontraba cerca de su mano derecha, de pronto caliente y húmeda y escapé como impulsada por un borbotón, que me llevó rápidamente a emprender una loca carrera junto a mis compañeras.

Tropezábamos entre nosotras, sin voluntad, siguiendo los impulsos de nuestra amiga, atrapadas en un circuito vertiginoso. En aquella ciega carrera, logré situarme cerca de su rodilla, que percibí algo laxa, sin fuerza. Nos pusimos de acuerdo a base de encontronazos y nos apelotonamos traviesas en su talón, sosteniendo el peso de su cuerpo estremecido.
Mudas como de costumbre, pero respetuosas con el pacto de avanzar unidas, iniciamos el ascenso salvando algunos vericuetos complicados y conseguimos situarnos en el lado derecho de su hombro, sordas al estruendo que nos rodeaba, sordas al rumor que líquidos obligados a encauzarse, producían.

Me costó que mis compañeras me siguieran, de repente parecía como si no me conocieran, hostigadas por el vértigo que nos sitiaba.
Noté una ligera reacción de su cuerpo, cuando en tropel, logramos entrar un instante antes que la compuerta se cerrara. A pesar del cansancio, la suavidad de terciopelo del recinto unida al rítmico balanceo nos dio fuerzas para atravesar el rojo puente y salir purificadas de la presa.


En un último aliento de voluntad me fui solitaria en dirección al rostro de mi dueña. Estaba cerca de su cuello. Esperé al siguiente impulso. Asalté su mejilla izquierda y la teñí de sonrojo.

Exhausta, decidí esconderme en su cara, enfriándome en sus lágrimas. Algo fácil para una gota de sangre, que a causa de un inesperado encuentro, ha tenido que correr a 170 pulsaciones por minuto.




lunes, 27 de junio de 2011

LA FORTALEZA


 
La niña saltó al suelo desde el asiento del banco, un instante adelantada al sonido de las diez campanadas del reloj cercano, y emprendió una rápida retirada.
Bajó los tres escalones del semisótano que constituían la entrada a la vivienda y comenzó a subir la escalera de caracol hacia la habitación de su abuela. Uno, dos, tres, cuatro...alerta como un ciervo al menor ruido que la persiguiera, desbrozando los crujidos de la vieja madera, alcanzó por fin los dos últimos y escuetos peldaños, sumergiéndose en la luz rosácea de la habitación.
Llamó a su abuela para que la ayudara a desvestirse, escaló la imponente cama y mientras musitaba con los ojos cerrados “Ángel de la guarda, dulce compañía…”, rememoró las paredes rosas, la cómoda, la mesilla desparejada y la pequeña ventana que asomaba a la mohosa oscuridad del patio interior. Amén. Abrió los ojos. Desde el esplendoroso altozano de la cama, comprobó que su reino se mantenía incólume.

En aquel desmesurado zaguán de suelo de puro mármol, bajo un cielo de madera roja, jugaba en las horas de tregua de la mañana. La voz del abuelo interrumpió sus piruetas sobre las losas.
-¿Me acompañas a la caldera?
 Con rapidez, atravesó las altas puertas de madera noble que separaban la amplia entrada del vestíbulo interior, más reducido pero aún así enorme, en el que se encontraba la garita y un estrato más bajo, casi oculta, la entrada a la vivienda de sus abuelos.  Una majestuosa escalera a la izquierda y al fondo el ascensor. A partir de aquí, la luz de la claraboya se difuminaba, y el camino de descenso al cuarto de calderas desaparecía en las entrañas del edificio.
 El abuelo alimentó el fuego y ella, enrojecida la cara por la cercanía del calor, barrió las esquirlas que caían. Se tomaron un breve descanso y mientras el abuelo se secaba la frente, le comunicó que por la tarde debía subir a jugar con Manuel, el niño del 6º. -Ya sabes, está enfermo y aburrido.
La niña no contestó. Se agachó y cogió un trozo de madera irregular que guardó en una de sus manos, depositando la otra en la de su abuelo.

A las cinco en punto, lavada y bien peinada, ascendió al 6º piso en el lento montacargas, acompañada por su abuela. Sujetaba con fuerza la madera a la que había atado un cordel Nunca había subido allí y le costó salir al descansillo. Se dirigió con la criada hacia el largo pasillo blanco flanqueado por numerosas puertas. Manuel estaba sentado en la alfombra de la última habitación. A sus pies, un hermoso garaje transparente de varios pisos con rampas, y coches de distintos colores que accionados mediante un botón, se ponían en movimiento, recorriendo el circuito una y otra vez. La niña, de pie frente a Manuel, dejó que la madera oscilara en el aire, hasta posarla con suavidad en la alfombra.
- ¿Me lo cambias?
- Bueno, contestó la niña, te lo dejo, pero ten cuidado. Es un dragoncillo al que hay que saber mantener a raya.
Después de la merienda, llegó la hora de bajar. Mientras recorría el pasillo en dirección a la salida, un penetrante olor mezclado con el aséptico aroma propio de la casa, le llevó a preguntar a la criada a qué olía.
-Es coliflor. Al abuelo de Manuel le gusta muchísimo.
- A nosotros también. Pero mi abuela no la guisa casi nunca...
Hacia las 9.30, su abuelo, vestido con el uniforme azul marino de botonadura metálica, hacía guardia en la garita. Manso e impotente centinela, aguantó el bombardeo de gritos que se le vino encima:
- Es intolerable, intolerable el olor que hace este patio, joder. Se lo advierto: espero que sea la última vez, la última, que cocinen esa porquería de verdura.
Y D. Manuel, propinando un fuerte golpe al suelo con su bastón, se dirigió al ascensor.

La niña, agazapada en un lateral del banco, atisbó por primera vez, desde su improvisada trinchera, alguno de los muchos mundos posibles. Subió la escalera de caracol sin miedo, arrastrando el dragón de madera, para soñar en su cama de princesa, allí, desde el interior de su cálida fortaleza.



martes, 7 de junio de 2011

LA POZA



Navegando entre los rápidos del río con su canoa, se giró para medir la distancia que había recorrido, sin dejar de impulsar el bote con un enérgico paleteo. Cuanto más desconfiaba del éxito de su viaje, con más brío remaba.

El paisaje, apenas un borrón verde entre la espuma del agua que cada vez con más frecuencia anegaba su mirada, le era ya desconocido. Nunca se había aventurado tan lejos, ni tan cerca de la cascada.
Conocía la existencia de aquella poza profunda e inaccesible desde tierra, como todos los del pueblo, de oídas. Un remanso en el límite del precipicio, en el que según decían, las piedras al ser lanzadas en aquellas aguas milagrosamente mansas, se mantenían a flote dibujando innumerables círculos concéntricos, hasta que eran absorbidas repentinamente con sus ondas, como si la llamada de algún eterno elemento estuviera concentrada en un sólo punto de la impenetrable piscina.

El sonido de los rápidos se escuchaba cercano. La canoa se escoraba a uno y otro lado, latido rojo perdido entre las aguas.
Mantenía los pies bien asentados en el fondo de madera de su viejo bote, las piernas flexionadas, y entre ellas apretaba con fuerza una caja cilíndrica. Batía los remos vertiginosamente. El sonido turbulento del agua encajonada entre las rocas era más intenso y aún así le pareció oír voces. Por segunda vez se giró sin ver nada, escudriñó ambas orillas y aceleró el ritmo de los remos.
Los brazos comenzaban a no responderle, sintió un golpe contra una roca y perdió uno de los remos que desapareció a la deriva. Se levantó, y con el brazo desposeído agarró con fuerza pero amorosamente, la urna que había estado entre sus piernas irguiéndose orgulloso en la tormenta.
Ya había alcanzado el límite que le separaba del salto y no vislumbraba el ansiado estanque. Besó la urna y al levantar la vista, descubrió a la izquierda una superficie diáfana y sosegada. Con el único remo que le quedaba logró enderezar el rumbo de su viaje.

Al atardecer, el arco iris iluminó un bote rojo a la deriva.

lunes, 30 de mayo de 2011

Fue hombre antes que gnomo

No sólo los costrones que conforman la piel dura del gnomo le protegen del amor lejano; también le protegen de su antigua piel humana, aquella piel que sufrió por no ser serpiente y no poder abandonarla en cualquier camino polvoriento, como hacen ellas, al menos una vez al año. Así que la revistió con distintas capas, abandonó su nombre, se alejó de la ciudad, renegó de su estirpe humana. Primero fue estepario, loco de andrajos asustaniños. Después, enraizado en la tierra contaminada fue convirtiéndose en gnomo, aunque en cada primavera, ¡zas! un sarpullido rosado le invadía recordándole la piel deshabitada.

sábado, 21 de mayo de 2011

martes, 17 de mayo de 2011

Calendario rupestre


Se dio cuenta de que estaba loca cuando fue incapaz de marcar con la uña en la pared el palito que hacía cien.

lunes, 16 de mayo de 2011

El personaje del año

Señoras y Señores:
Es de bien nacido ser agradecido, así que en primer lugar me gustaría dedicar este premio al verdadero ganador: el público, mi público, todos aquellos que me han elegido entre las ilustres y más meritorias personas nominadas para esta distinción.

En segundo lugar, me gustaría contarles quién es realmente el causante de que yo, una persona como cualquiera de ustedes (aquí señalaré al público de la sala varias veces) haya llegado hasta aquí. Quisiera hablarles de mi abuelo Antonio. Mi abuelo Antonio era pastor. Todas las tardes, al salir de la escuela, le subía la merienda al prado en el que recogía a su ganado para conducirlo al corral al anochecer. Mi abuelo era hombre de pocas palabras. Según mi abuela Mercedes se entendía mejor con sus ovejas y sus perros que con sus semejantes; puede ser que tanto tiempo en contacto con el horizonte infinito le hubiera llevado a la comprensión de lo esencial, pues cada tarde, antes de darme la mano para regresar al pueblo me decía elevando la voz “hijo mío, no hay más tonto que el que escucha lo que quiere oír”. Como ya he dicho era parco en palabras, pero siempre tenía un oportuno refrán en la boca, como si su bota, en vez de vino, rebosara de sentido común, sentido que se le agudizaba al anochecer: no había día que no finalizara con una retahíla de ellos.  Para cuando llegábamos al pueblo ya había enmudecido totalmente y hasta la mañana siguiente no decía ni mu.
Cuando había algún conflicto entre vecinos lo llamaban.  Se lavaba a conciencia las manos, cara y orejas, se encasquetaba la gorra de paño y con parsimonia se dirigía hacia la plaza. Expuesto el caso por los oponentes, el silencio reinaba hasta que mi abuelo lanzaba al cabo del rato tres o cuatro refranes (cuando no encontraba uno que recogiera con propiedad el caso) más o menos relacionados con lo expuesto, lluvia de sentido común que apagaba la discordia.  Entre ellos siempre había alguno que respondía a lo que todos querían oír, no sé si debido al tono de seguridad con la que sentenciaba, seguridad que había hecho enmudecer los tímidos intentos de participación de los sabios del lugar –el maestro, el médico...- siempre tan dubitativos con respecto a la certeza de los distintos saberes que dominaban.

Hace cuarenta y muchos años (habrán murmullos), sí no se rían, ya sé que no aparento la edad que tengo, pero soy sincero, ya saben que hoy en día con dinero y cirugía ¡se pueden maquillar tantas cosas! (aquí guiñaré un ojo con complicidad y proseguiré)..pues bien hace cuarenta y tantos años, yo era un niño locuaz y extrovertido que abandonó la escuela antes de finalizar la enseñanza elemental, muy a pesar de mi maestro que se lamentaba del desperdicio de mis cualidades de memoria y oratoria de Cicerón, según sus palabras. Pero a caballo regalado no le mires el diente: yo no estaba dispuesto a tirar por la borda ese don que muchos admiraban y que junto al acervo de refranes heredados de mi abuelo eran lo único que tenía.
Cuando murió mi abuelo Antonio me fui a la ciudad. Acababa de cumplir dieciocho años y entré a trabajar en una empresa de confección infantil, en la que ascendí al cabo de año y medio a agente comercial. En mi primera ruta por toda la geografía española batí los récords de ventas: con mi labia conseguí vender los modelos más recargados -de mucho éxito en el Sur pero nulo en el Norte- en Cantabria y País Vasco, que sumado al éxito de ventas de los modelo más sobrios en Andalucía, junto a los modelos de la temporada anterior que vendí en todo el territorio nacional, me colocaron en el puesto de agente ejemplar durante un tiempo. Enardecido por mi éxito, intenté ampliar mis horizontes: comencé a frecuentar exposiciones, museos, bibliotecas, librerías y tertulias, con la finalidad de almacenar la mayor cantidad de información posible. Les soy sincero (aquí realizaré una larga pausa): en muchos de estos lugares, atravesé el umbral con el único propósito de recoger folletos y leer las solapas de libros de cualquier género, aunque adquirí cierta predilección hacia los de economía con esas palabras que podían decir todo y no decir nada. Y así, alternando las temporadas de ventas con las inmersiones culturales pasé varios años, hasta que en el invierno del 98, un cliente de un importante pueblo turístico, elegido concejal de urbanismo en las últimas elecciones, deslumbrado por mis aparentes conocimientos sobre la coyuntura económica me propuso ser su asesor en el ayuntamiento. No me costó abandonar la empresa, ya a la deriva por la reciente competencia asiática. Me dispuse a nadar y guardar la ropa.

Mi misión consistió a groso modo en venden las excelencias de los diferentes planes de urbanización y recalificaciones de terrenos rústicos a los propietarios de tierras y asesorar a los funcionarios de urbanismo en sus contactos con las empresas inmobiliarias, instruyéndoles en los términos a emplear. Era un trabajo limpio y bien pagado. En una ocasión, el concejal me pidió consejo sobre cómo actuar con algunos propietarios que no querían vender. Recordé a mi abuelo Antonio y le respondí que no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Un año antes del nuevo período electoral, el concejal de urbanismo fue acusado de corrupción y malversación de fondos públicos. A pesar de ello fue reelegido, obteniendo más sufragios que en los anteriores comicios. Se paseó por el pueblo aclamado por sus partidarios como en el cuento del traje del emperador, que estoy seguro que ustedes conocen.  Cuando las barbas del vecino veas pelar, por las tuyas a remojar, así que presente mi dimisión y con lo que había ganado en mi etapa de asesor aguanté un tiempo, hasta que me presenté al casting del programa “Hasta aquí he llegado” siendo seleccionado. Recordarán que el primer programa fue un éxito de audiencia: logré explicar mi trayectoria encadenando un refrán tras otro y fui pasando por distintas tertulias televisivas hasta que me ofrecieron tener mi propio programa, por el que hoy he sido premiado. 

 Aprovecho esta entrañable ocasión para comunicarles (larga pausa, ojos humedecidos) que abandono el programa.  Voy a presentarme como candidato a las próximas elecciones generales por un nuevo partido que he fundado sustentándome en el principio “donde fueres haz lo que vieres”.
Y para finalizar, querido público, les diré lo que mi abuelo Antonio (pausa dominada por la emoción) me dijo con voz casi imperceptible antes de morir: ha llegado el fin de las luces.
Gracias.




martes, 10 de mayo de 2011

Resistencia sutil





Las puertas del comedor social estaban cerradas todavía. La cola daba la vuelta a la manzana: vagabundos, amas de casa, parados de toda índole, incluso un grupo de turistas japoneses despistados que huyeron sin descomponer el grupo, como una escuadra de la legión romana, cuando Ojo de Pato intentó arrebatarle la cámara digital a uno de ellos.
Ni la algarabía producida por el incidente logró conmocionar a la apática cola, ni siquiera los más cercanos a los nipones. Era una cola muda y sin esperanza.

Ojo de Pato se escabulló perdiéndose por las callejuelas más inmundas del casco antiguo. Al empujar el alambrado de un pequeño solar  que le servía de escondrijo, se causó un profundo corte en la mano izquierda. Miró alrededor  buscando algo con lo que envolverse la herida  y tropezó con una caja cerrada. Con la mano indemne la abrió ayudándose de una litrona rota y tras dejar un rastro de sangre, extrajo una colección de posits impresos con los que intentó, sin mucho éxito, restañar la herida.
Salió de nuevo a la calle como un sucio manos tijeras, con las hojillas de colores manchadas de sangre adheridas a su mano.
Algunos transeúntes lo evitaron cruzando de acera mientras Ojo de Pato gruñía, sacudiendo sin parar la mano herida tapizada de papelitos, corriendo como un canguro en dirección a la Gran Vía, donde  una caja de cartón grande, un astroso saco de dormir y una bolsa de Mercadona le esperaban. Eso era todo. Su casa, su mundo.

Su mundo pequeño, caótico pero predecible. Sin embargo el mundo grande, organizado, reglamentado, controlado hasta en las costuras, explota cada vez más a menudo en forma imprevista, como ahora en la ciudad, que ha amanecido otra vez inundada de pósits con crípticos mensajes. A pesar de que  las autoridades han prohibido su lectura, es muy difícil sustraerse al hechizo de las promesas que una primera ojeada hacen traslucir. A partir de la segunda relectura la confusión se afianza y progresa.
 La vigilancia de las fuerzas de seguridad es patente desde hace mes y medio, justamente desde el día en que las imaginarias amenazas se hicieron realidad, a pesar de lo indescifrable de dichos mensajes.
La comisión de sabios en lenguas diversas permanece reunida obedeciendo la convocatoria del gobierno, trabajando sin descanso en la interpretación de aquellos extrañas palabras que aun estando escritas con caracteres latinos no corresponden a ninguna lengua conocida; algunos aventuran la posibilidad de una procedencia extraterráquea, otros, sin embargo afirman la aparición de una nueva especie nacida en las entrañas del subsuelo urbano, marginados de nuevo cuño, precursores de un terrorismo incruento pero eficaz; los menos optimistas vaticinan una confusión semántica altamente contagiosa que avanzaría a pasos agigantados dejando poco a poco la comunicación humana en manos de un grupo de dementes que homogeneizarían a todas las personas sin distinción de sexo, raza o religión, sometiéndolas a una igualdad insoportable.

En la pérgola no había ningún compañero. Ojo de Pato, en alerta, depositó la caja encima del saco y se sentó sobre ella. Si hubiera sido perro hubiera tensado las orejas, pero sólo consiguió mirar en todas direcciones con su ojo de halcón disecado.
El estruendo de las sirenas le acordonó mientras la policía repartía los enseres de los mendigos por la tierra de la glorieta con cuatro patadas bien dadas. Ojo de Pato aguantó bien,  sin caerse de la caja, el primer puntapié; a la espera del segundo extendió las manos para defenderse aunque no le hizo falta: ante su estupor se vio rodeado por los componentes de dos patrullas de la policía nacional, parte de los cuales blandían como única arma varios diccionarios berlitz, que le preguntaron a coro de blónde has salcado beso señalando los jirones de papeles que como una costra reseca envolvían su mano herida. Esto no pinta bien,  pensó mientras lo metían a empellones en un coche patrulla.
- Qué manía me caguen Dios, de dónde los voy a sacar, si está la ciudad repleta, los he ido cogiendo del suelo, de las farolas, de los semáforos, de la basura, de los árboles, le contestó Ojo de Pato al inspector, mirándole con  el ojo velado.
Si te entlelas de balgo nos blo cuentlas si no quieres perdrer tu ierda de libertad par biemple, bramó el inspector rehuyendo la mirada rapaz.

Ni le han desinfectado la herida que se le ha vuelto a abrir cuando le han arrancado los papeles con pinzas y los han depositado cuidadosamente en distintas bolsitas de plástico. Ni por esas: otro empujón y a la calle.
Esto tiene que ser gordo, estos papeles tienen que valer mucho,  mucho, si no, no me explico cómo es que van todos locos, aunque … el Chinito me dijo el otro día algo sobre  papeles y confusión de  qué ¿de lenguas?…. necesito una botella y tragar algo, que al final me he tenido que largar sin comer y ya es de noche, pero la caja, hostia la caja, antes tengo que ir  a por ella, dejarla donde la he encontrado, o esconderla, o venderla, venderla o cambiarla y comprarme una botella de buen wiski y costo, cojones, cómo me duele el ojo que me falta, siempre me pasa esto cuando tengo hambre y estoy nervioso, como si el corazón bombeara toda la sangre hacia la órbita vacíaaa., vacíaaa… -gritó Ojo de Pato. Los transeúntes se apartaron de aquel loco que habla solo pero tan claro.

Claridad es lo que falta en la comisión de expertos que se encuentra reunida permanentemente. Traductores, lingüistas, militares, científicos y médicos se entienden cada día menos. El contagio y sus consecuencias avanzan imparables: se cuentan por millones los ciudadanos afectados que ya no pueden desempeñar su trabajo, la banca se ha hundido, desintegrada la Bolsa en  puntitos de colores que ya nada significan, los incidentes violentos se multiplican en esa torre de Babel planetaria en que las miradas, los gestos y expresiones, al no sustentarse en las palabras son  malinterpretados.
 Una esperanza aparece parpadeando en la gigantesca pantalla que preside la sala de reuniones. Se pide a los lingüistas que hagan un último esfuerzo para hacer inteligible a la comisión el siguiente mensaje procedente de las fuerzas policiales europeas: bai un homo Yeux da Duck ke balece ibmute. Para cuando la comisión logra aclararse han pasado tres horas. El último mensaje transmitido por dos de los lingüistas más preclaros después de conseguir que dejaran de propinarse puñetazos, es contundente: bas utloridades blanijtarias avec bas furzias ble zeguguidat an decibdid kapturrar a Yeux da Duck per fintenta ba forbnikacione dun antídoto. Acto seguido, la comisión se autodisuelve abandonando el edificio de Naciones Unidas en un desorden bíblico.

En la oscuridad del callejón Ojo de Pato pisa con cuidado el alambre caído,  la maldita caja asida con la mano derecha y apoyada en su escuálida cadera. Se vuelve hacia el sonido de   crujidos de cristales rotos y plásticos resecos. Las piernas le tiemblan pero no es de miedo, simplemente necesita beber.
De dónde has sacado la caja, cree escuchar, pues los desconocidos que le alumbran la cara con una linterna, mueven la boca pero los sonidos que emiten nada tienen que ver con lo que sus labios dibujan, si es que tienen labios, si es que tienen palabras...

Ojo de Pato se despierta en una camilla, tumbado y molido por los golpes recibidos en la detención. Los numerosos médicos que hay en la sala se mueven deprisa blablabeando sin cesar temiendo el desencuentro total antes de conseguir realizar los pasos necesarios para con los fluidos vitales del vagabundo, conseguir una vacuna.
  Por fin llegan a un mínimo acuerdo, suficiente para que cuatro o cinco médicos secundados por varias enfermeras y provistos de agujas, cánulas, goteros y demás parafernalia se le acerquen para cumplir su misión. Ante el agafelon  fluerte de uno de los médicos,   Ojo de Pato se incorpora y les dice con una sutileza que su mirada áspera desmiente: ¡Pero que cojones creéis que me vais a hacer¡

Llueve sobre la ciudad silenciosa. Hace tiempo que la descomposición de miles de papeles descoloridos impregna la atmósfera urbana disfrazando el olor a podredumbre. El alumbrado público ha dejado de funcionar y sólo aislados destellos de linternas hacen pensar que la ciudad sigue habitada. Los jardines han crecido descontrolados como si el detritus del papel fuera abono milagroso y el asfalto, destripado por las raíces de los ficus centenarios serpentea como un mar solidificado.
Ojo de Pato, acostado sobre la tierra de su pérgola mira las estrellas mientras grita al vacío ¿qué pondría en esos condenados papeles?