domingo, 25 de septiembre de 2011

MÁS ES MENOS, MENOS ES MÁS



La sensación de picazón en el costado izquierdo de Matías aumentaba día a día.  Desde hacía un mes, entre la tercera y cuarta costilla, había aparecido una roncha que se iba engrosando con rapidez y que le hacía sentir una comezón agobiante, sobre todo cuando el ambiente era caluroso.
Había consultado al Comité de Miembros Exteriores de su empresa sobre las posibilidades de frenar su evolución, pero el mutismo al respecto fue absoluto. Únicamente fue advertido de que tal y como estaba de avanzado el proceso de madurez de su roncha, era cosa de días que se produjera la eclosión.
- ¿No quiere saber lo qué va a ser? –le preguntó la presidenta del comité.
-  Por supuesto –contestó.
- Va a ser un brazo, Matías, -le dijo con una gran sonrisa el segundo secretario.

El lunes 27 de Julio, a las seis de la mañana, un fuerte dolor le despertó. Matías se palpó el costado, y no sin cierta repugnancia, notó como unos deditos blandos y viscosos acariciaban su mano derecha. Encendió la luz: el bracito estaba en desarrollo todavía; calculó que mediría unos quince centímetros, rosado, regordete y bien formado, aún con poco tono muscular. La mano estaba completa, con sus cinco dedos y uñas aunque sucia por un líquido ambarino y espeso.
Se dirigió al cuarto de baño pensando que hubiera preferido una tercera pierna. En su trabajo tenía que pasar muchas horas de pie o sentado dibujando y hubiera sido un alivio poder contar con un apoyo más... pero no había que tentar al diablo. Posiblemente era afortunado en aquella época en la que nacían tantos miembros tardíos, muchos de ellos inútiles para la vida laboral.
Un brazo de más es un brazo de más, repetía optimista mientras limpiaba con jabón y agua caliente su nuevo brazo y desinfectaba con Betadine el punto de inserción por el que había nacido el bracito, una mancha rojiza donde antes estuvo la costra.
Matías se vistió. De momento la ropa no era un problema. Acomodó el brazo ladeándolo sobre el  estómago debajo del polo. Al abrir la puerta dio un respingo al notar como el dedito pulgar se había acomodado en el ombligo. Sonrió. Más es mejor que menos, dijo dando un portazo.

A las ocho en punto Matías entró en el Ministerio de Formaciones Tardías y Mutilaciones. Un amplio vestíbulo de luminosa cúpula daba paso a una escalera de mármol equipada con plataformas elevadoras a ambos lados. Subió deprisa y desembocó en una sala dividida en dos por un panel azul eléctrico. Se dirigió sin titubear a la parte derecha, señalizada por el cartel de “Formaciones Tardías” y en la que una señorita uniformada, a la vez que le entregaba un número le indicó que tenía que pasar primero por  la sección de Verificación y Veredicto, después por la de Certificación de Nuevos Miembros y finalmente por la de Cursos de Adaptación y Normativa.
Iba a ser un largo día de papeleo, así que Matías buscó asiento en la repleta sala de espera, entre un hombrecillo calvo y trajeado y una señora de mediana edad vestida con una larga falda floreada.
- Me llamo Francisco Solfa, - le dijo el hombrecillo a Matías, sonriendo y balanceando las piernas que no le llegaban al suelo.
- Y yo Matías Planas –le respondió.
- Si no es indiscreción –añadió el hombre -¿lo suyo qué ha sido?
- Ha sido un brazo ¿y lo suyo?–le susurró Matías acercándose.
- Una segunda fila de dedos en mi mano derecha, a mí, fíjese, a mí que soy pianista – respondió radiante.
La música ambiental cesó y dio paso a una voz de tono bajo pero imperioso que ordenó “Silencio” y recitó el artículo 15 de la normativa vigente acerca de la obligada discreción en lugares públicos sobre las mutaciones individuales. La música se reanudó en la sala.
Matías tenía el número cincuenta y la cola avanzaba con lentitud.  Su compañero de asiento no paraba de moverse. En el mismo momento que su vecino le mostraba su nueva mano, Matías recibió un leve golpe proveniente de un pie infantil que sobresalía bajo la falda de su otra compañera de asiento. Siguió la mirada de la mujer y descubrió una cámara de seguridad. De ahí en adelante sólo se movió para levantarse cuando su número apareció chispeando en la pantalla.
Pasó a la primera sala. El reconocimiento de su brazo fue rápido: era sano y crecía adecuadamente. Le recetaron una pomada de rosa mosqueta para una correcta cicatrización del punto de nacimiento y desde esa misma sala accedió a la siguiente. Allí entregó el informe médico para que le fuera expedido un nuevo documento de identidad en el que fue reflejada su recién adquirida mutación y la idoneidad para su desempeño laboral. Salió de nuevo a una sala de espera más pequeña que la anterior y mucho más despejada de gente. En una mesa de centro habían apilados distintos tipos de folletos. Matías ojeó algunos y se guardó varios relacionados con tiendas y almacenes especializados en ropa adaptada y accesorios. Se agruparon de diez en diez según instrucciones emitidas por el altavoz y al cabo de unos minutos, fue llamado su grupo.
Esta tercera y última sala por la que tenían que pasar estaba organizada como un aula. Les recibió un hombre joven vestido con pantalón y camisa tunecina de color fucsia. Destacaba en su cara, coronando su primitiva nariz aguileña, un pequeño apéndice nasal perfecto en su armonía.
El grupo estaba inquieto, sus nuevas extremidades crecían. El brazo de Matías pugnaba por salir de su encierro y al introducirlo nuevamente bajo su ropa, observó como su anterior compañera de asiento intentaba controlar los pasos vacilantes de su nuevo pie sobre la moqueta.
El profesor chistó varias veces para reclamar con voz doblemente nasal su atención y comenzó a hablar:
- Ante todo les diré, queridos amigos, que entiendo la excitación que tienen. Hace dos años pasé por lo mismo que ustedes están experimentando ahora. Por eso hoy les voy a hablar de dos mandamientos que no deben olvidar y en los cuales deben ejercitarse. El primero de ellos es la necesidad de aprender a controlar,  a conducir correctamente a sus nuevos miembros. Pertenecen al estamento intermedio, al de las formaciones tardías de las extremidades. Ya conocen al estamento superior al que los instructores pertenecemos, el de las formaciones tardías superiores, es decir, las relativas a la cabeza y rostro, y es por ello que ejercemos las funciones de control y educación... el instructor calló un momento, les dio la espalda y se sonó ruidosamente.
- Perdón, continuemos. Ustedes no pueden utilizar el nuevo miembro más que para el desempeño de su vida laboral, para la mejora de su competencia y rentabilidad en el trabajo. Este es el segundo mandamiento. El instructor calló un momento, miró al grupo con seriedad y añadió, - por tanto, la utilización de los nuevos miembros para otros menesteres está terminantemente prohibida y castigada con la pena de mutilación total.
¿Alguna pregunta? –inquirió haciendo un mohín con su pequeño apéndice. Ante el silencio reinante concluyó, -así mismo no son recomendables ni la ostentación de sus mutaciones ni las relaciones con los mutilados. Y ahora relájense y vayan pasando de uno en uno a recoger la ficha de inscripción y los horarios del curso de adaptación, dijo dando por acabada la clase.

Después de cuatro horas, Matías necesitaba ir al lavabo antes de salir del Ministerio.  Al entrar se encontró con Francisco Solfa, al que no había vuelto a ver y se saludaron.
- Es fantástico Matías,  -decía a la vez que orinaba - cuántas posibi-lida-des la-bo-ra-les... La voz del pianista fue convirtiéndose poco a poco en gemidos placenteros ante el asombro de los presentes.
A la salida Francisco Solfa fue duramente reprendido por los agentes de seguridad.  Los demás se alejaron con rapidez hacia la calle. Entre ellos Matías, muy preocupado por la soltura que su nueva mano había demostrado a la hora de desabrocharle la bragueta.

Tenía el resto del día libre, así que decidió ir a uno de los centros comerciales anunciados en la propaganda que había cogido. Entró en Factory Different. Aparentemente la ropa estaba diseñada igual que toda pero después de una detallada inspección de diversas prendas, Matías admiró el acierto de los detalles interiores que hacían que la ubicación de nuevas extremidades y apéndices corporales fuese comodísima y discreta, para que nadie pudiera sentirse diferente.  Se prendó de una preciosa bufanda bífida y a punto estuvo de comprarla.  Abandonó la sección de complementos después de probarse por equivocación unos guantes de diez dedos, y avanzó algo triste hacia la sección de camisas y camisetas. Repasaba una a una las camisas colgadas en el expositor, cuando percibió un  estirón en su polo y una joven que había a su lado dio un respingo tambaleándose.
- Oiga, no se pase, -le dijo a Matías con un susurro. – Por favor, déjeme... no puedo estar aquí. Soy del estamento inferior. Matías, asombrado, se dio cuenta de que su nuevo brazo rozaba con insistencia la cadera izquierda de la joven.
- Perdónele, perdóneme –rectificó Matías, colocando el brazo otra vez en su lugar.
La joven no dijo nada más y se alejó hacia los probadores. Matías la estuvo mirando hasta que desapareció. Notó algo extraño en su bonita figura pero no pudo descifrar lo que era.

 Matías holgazaneaba en la cama con su brazo adolescente acariciándole, cosquilleándole, abrazándole. Era domingo. Habían pasado cuatro semanas y el brazo ya estaba plenamente formado.  La mano había adquirido fuerza y destreza; cada vez dibujaba más deprisa e incluso ya tecleaba el ordenador con mucha eficiencia. Su rendimiento laboral había mejorado, sus diseños eran más rápidos y perfectos.  Y aun así, Matías cada vez dormía menos, estaba intranquilo, le costaba controlar su brazo. No tenía ganas de levantarse. Pensaba en qué era lo que no había hecho bien: había acabado con excelencia el curso de adaptación y control, había realizado los ejercicios recomendados pero desde que empezó a convivir con él se sentía solo como nunca lo había estado. Apartó su nueva extremidad y estiró el brazo derecho hasta alcanzar el mando que estaba sobre la mesita de noche. Conectó el DVD y la pantalla se iluminó. Pulsó el play disponiéndose a ver por enésima vez la película que les habían dado el último día del curso con la intención –según les dijo el instructor- de que comprobaran los resultados de una mala educación sobre sus nuevos órganos.
Las primeras secuencias mostraban el imponente despliegue de las fuerzas de alta seguridad así como de numerosos medios de comunicación alrededor de un multicine de las afueras. En las siguientes, las escenas de la detención de Francisco Solfa en los lavabos acompañado de tres señoritas del estamento inferior. La imagen estaba movida pero se vislumbraban los múltiples senos de las tres mujeres como picos de una cordillera tibetana y los quince dedos del pianista tecleando sobre la piel. La última secuencia presentaba a Francisco Solfa esposado intentando multiplicar el signo de la victoria con sus dedos, seguramente por última vez.
 Matías apagó el aparato y se levantó. El bracito había permanecido replegado sobre sí mismo durante la proyección.

Ese mismo domingo por la tarde Matías se decidió a dar una vuelta. Se había puesto una camisa nueva con un acertado suspensorio en el que acomodó el brazo. Estaba impecable. Nadie, nadie hubiera sospechado de su condición. Paseó por el centro, cosa poco recomendable ya que según las ordenanzas, los ciudadanos debían explayar su ocio en las zonas acotadas para ello en las afueras de la ciudad, hasta que acabó perdiéndose en el casco antiguo, abandonado y casi deshabitado desde hacía muchos años. De tanto en tanto, un helicóptero de seguridad levantaba el polvo de las callejuelas, pero remontaba el vuelo con rapidez.
Matías se apoyó en la pared. Sentía una gran agitación en el brazo que intentaba descolgarse del cabestrillo interior. Entonces escuchó una música que provenía de la acera de enfrente. Cruzó la calle y guiándose por el sonido dio con una puerta oscura. Se paró frente a ella y vio un pequeño cartel con letras rojas: “Bailes de Salón La Fraterna”. Su brazo le franqueó la puerta.
Matías fue hasta la barra del local. Pidió un gin tónic y se sentó en una de las sillas adosadas a la pared. El salón estaba iluminado con la discreción suficiente como para poder verse bien en las distancias cortas. La zona central estaba repleta de parejas bailando un antiguo bolero.  El nuevo brazo sostenía con soltura el gin tónic mientras Matías observaba conmovido el baile armonioso de piernas como trípodes, brazos como pulpos, parejas mixtas de sobredotados y mutilados que se deslizaban por la pista. Le pareció ver una figura conocida bailando, una joven con un vaporoso vestido desmangado. Sus hombros redondeados eran perfectos. Casi tanto como sus muñones. Finalizó la pieza que había estado sonando y Matías se levantó para acercarse a la chica.
- ¿Quieres bailar? –le preguntó cuando llegó a su lado.
- Sí, me gustaría mucho.
Los acordes de un tango conquistaron el local. Matías estrechó a la chica con dos de sus brazos mientras que el tercero le acariciaba la cadera como aquel día en la tienda.
A veces menos es mejor que más.











viernes, 9 de septiembre de 2011

DULCE HOGAR


La gallina fue confiscada justo antes de cruzar la frontera. Su foto se había publicado en los diarios importantes de la zona e incluso había aparecido en varios noticieros de televisión.
El propietario no fue capturado, ya que bajó del autobús una parada antes de la frontera.

Avelina fue conducida al retén de la aduana. Un agente le preparó una caja de cartón en la que colocó algunos periódicos y la depositó allí. En torno a la caja se agolpaba una multitud: agentes de aduana, dos forenses, periodistas y curiosos. Avelina, al despertar, se alzó con pompa sobre sus dos patitas, estiró las alas y salió de la caja, dejando al descubierto un hueso humano.
Inmediatamente fue arrestada y quedó bajó la custodia del oficial.

El hombre descendió del autobús. Ante los numerosos vehículos policiales que veía conforme se acercaba a la frontera, decidió que quizá, la única manera de salvar a Avelina, era separarse de ella. Caminó de vuelta a casa. No tenía a nadie y no sabía a donde ir. Lloraba por Avelina, rememorando mientras andaba campo a través, como la encontró ante la verja de su casa, coja de una pata y con la cresta magullada. Le entablilló la pata y le desinfectó la cresta. La acomodó en un cesto en la cocina, y la alimentó con lombrices, insectos y restos de su comida masticada. Nunca le faltó alimento de primera calidad a Avelina que empezó a poner unos huevos muy hermosos de cáscara dorada.
Dormía encima del ropero y, al amanecer, volaba hacia él picoteándole la barba.
Le acompañaba en su trabajo: mientras él limpiaba sepulturas o alisaba la tierra con el azadón o desmembraba terrones con la pala.
Según fue reponiéndose, los huevos se espaciaron, pero el sepulturero se sentía feliz, acompañado.
Un día de tormenta, Avelina se puso clueca y el único huevo que pudo incubar salió huero. Dejó de cacarear, de despertarle, de acompañarle.
Desesperado, se suscribió por correo a la revista “Cría Avícola”. De su lectura concluyó que Avelina necesitaba para la prosperidad de sus huevos, una sobrealimentación de proteínas.
Comenzó a cavar en la parcela de viejas tumbas abandonadas para extraer lombrices e insectos abismales.
A los veinte días de recibir esta alimentación, Avelina puso su primer hueso. Restablecida totalmente, comenzó una puesta imparable de huesos y huesecillos por toda la casa y el terreno circundante. Tan contenta estaba que cacareó sin recato durante  el sepelio de un famoso abogado.
A los dos meses, la vieja zona del cementerio quedó arrasada. El enterrador prosiguió la búsqueda de alimentos en sepulturas recientes hasta que la víspera del 1 de Noviembre, al atardecer, mientras alimentaba a Avelina con unos extraños insectos luminosos, comprendió que su suerte estaba echada. Y huyeron.

El sepulturero fue detenido justo en la entrada del cementerio. La foto del profanador había sido publicada en todos los diarios de la zona e incluso había aparecido en varios noticieros de televisión.
Los agentes que procedieron a esposarlo declararon que no opuso resistencia. Sin embargo, resaltaron el hecho de que antes de ser introducido en el vehículo policial, emitiera un potente kikirikí. 



jueves, 1 de septiembre de 2011

Una leve agitación


Para mi desgracia, aquella mañana tropezó con él cara a cara. Noté el estremecimiento que agitó todo su cuerpo. Me encontraba cerca de su mano derecha, de pronto caliente y húmeda y escapé como impulsada por un borbotón, que me llevó rápidamente a emprender una loca carrera junto a mis compañeras.

Tropezábamos entre nosotras, sin voluntad, siguiendo los impulsos de nuestra amiga, atrapadas en un circuito vertiginoso. En aquella ciega carrera, logré situarme cerca de su rodilla, que percibí algo laxa, sin fuerza. Nos pusimos de acuerdo a base de encontronazos y nos apelotonamos traviesas en su talón, sosteniendo el peso de su cuerpo estremecido.
Mudas como de costumbre, pero respetuosas con el pacto de avanzar unidas, iniciamos el ascenso salvando algunos vericuetos complicados y conseguimos situarnos en el lado derecho de su hombro, sordas al estruendo que nos rodeaba, sordas al rumor que líquidos obligados a encauzarse, producían.

Me costó que mis compañeras me siguieran, de repente parecía como si no me conocieran, hostigadas por el vértigo que nos sitiaba.
Noté una ligera reacción de su cuerpo, cuando en tropel, logramos entrar un instante antes que la compuerta se cerrara. A pesar del cansancio, la suavidad de terciopelo del recinto unida al rítmico balanceo nos dio fuerzas para atravesar el rojo puente y salir purificadas de la presa.


En un último aliento de voluntad me fui solitaria en dirección al rostro de mi dueña. Estaba cerca de su cuello. Esperé al siguiente impulso. Asalté su mejilla izquierda y la teñí de sonrojo.

Exhausta, decidí esconderme en su cara, enfriándome en sus lágrimas. Algo fácil para una gota de sangre, que a causa de un inesperado encuentro, ha tenido que correr a 170 pulsaciones por minuto.