lunes, 27 de junio de 2011

LA FORTALEZA


 
La niña saltó al suelo desde el asiento del banco, un instante adelantada al sonido de las diez campanadas del reloj cercano, y emprendió una rápida retirada.
Bajó los tres escalones del semisótano que constituían la entrada a la vivienda y comenzó a subir la escalera de caracol hacia la habitación de su abuela. Uno, dos, tres, cuatro...alerta como un ciervo al menor ruido que la persiguiera, desbrozando los crujidos de la vieja madera, alcanzó por fin los dos últimos y escuetos peldaños, sumergiéndose en la luz rosácea de la habitación.
Llamó a su abuela para que la ayudara a desvestirse, escaló la imponente cama y mientras musitaba con los ojos cerrados “Ángel de la guarda, dulce compañía…”, rememoró las paredes rosas, la cómoda, la mesilla desparejada y la pequeña ventana que asomaba a la mohosa oscuridad del patio interior. Amén. Abrió los ojos. Desde el esplendoroso altozano de la cama, comprobó que su reino se mantenía incólume.

En aquel desmesurado zaguán de suelo de puro mármol, bajo un cielo de madera roja, jugaba en las horas de tregua de la mañana. La voz del abuelo interrumpió sus piruetas sobre las losas.
-¿Me acompañas a la caldera?
 Con rapidez, atravesó las altas puertas de madera noble que separaban la amplia entrada del vestíbulo interior, más reducido pero aún así enorme, en el que se encontraba la garita y un estrato más bajo, casi oculta, la entrada a la vivienda de sus abuelos.  Una majestuosa escalera a la izquierda y al fondo el ascensor. A partir de aquí, la luz de la claraboya se difuminaba, y el camino de descenso al cuarto de calderas desaparecía en las entrañas del edificio.
 El abuelo alimentó el fuego y ella, enrojecida la cara por la cercanía del calor, barrió las esquirlas que caían. Se tomaron un breve descanso y mientras el abuelo se secaba la frente, le comunicó que por la tarde debía subir a jugar con Manuel, el niño del 6º. -Ya sabes, está enfermo y aburrido.
La niña no contestó. Se agachó y cogió un trozo de madera irregular que guardó en una de sus manos, depositando la otra en la de su abuelo.

A las cinco en punto, lavada y bien peinada, ascendió al 6º piso en el lento montacargas, acompañada por su abuela. Sujetaba con fuerza la madera a la que había atado un cordel Nunca había subido allí y le costó salir al descansillo. Se dirigió con la criada hacia el largo pasillo blanco flanqueado por numerosas puertas. Manuel estaba sentado en la alfombra de la última habitación. A sus pies, un hermoso garaje transparente de varios pisos con rampas, y coches de distintos colores que accionados mediante un botón, se ponían en movimiento, recorriendo el circuito una y otra vez. La niña, de pie frente a Manuel, dejó que la madera oscilara en el aire, hasta posarla con suavidad en la alfombra.
- ¿Me lo cambias?
- Bueno, contestó la niña, te lo dejo, pero ten cuidado. Es un dragoncillo al que hay que saber mantener a raya.
Después de la merienda, llegó la hora de bajar. Mientras recorría el pasillo en dirección a la salida, un penetrante olor mezclado con el aséptico aroma propio de la casa, le llevó a preguntar a la criada a qué olía.
-Es coliflor. Al abuelo de Manuel le gusta muchísimo.
- A nosotros también. Pero mi abuela no la guisa casi nunca...
Hacia las 9.30, su abuelo, vestido con el uniforme azul marino de botonadura metálica, hacía guardia en la garita. Manso e impotente centinela, aguantó el bombardeo de gritos que se le vino encima:
- Es intolerable, intolerable el olor que hace este patio, joder. Se lo advierto: espero que sea la última vez, la última, que cocinen esa porquería de verdura.
Y D. Manuel, propinando un fuerte golpe al suelo con su bastón, se dirigió al ascensor.

La niña, agazapada en un lateral del banco, atisbó por primera vez, desde su improvisada trinchera, alguno de los muchos mundos posibles. Subió la escalera de caracol sin miedo, arrastrando el dragón de madera, para soñar en su cama de princesa, allí, desde el interior de su cálida fortaleza.



martes, 7 de junio de 2011

LA POZA



Navegando entre los rápidos del río con su canoa, se giró para medir la distancia que había recorrido, sin dejar de impulsar el bote con un enérgico paleteo. Cuanto más desconfiaba del éxito de su viaje, con más brío remaba.

El paisaje, apenas un borrón verde entre la espuma del agua que cada vez con más frecuencia anegaba su mirada, le era ya desconocido. Nunca se había aventurado tan lejos, ni tan cerca de la cascada.
Conocía la existencia de aquella poza profunda e inaccesible desde tierra, como todos los del pueblo, de oídas. Un remanso en el límite del precipicio, en el que según decían, las piedras al ser lanzadas en aquellas aguas milagrosamente mansas, se mantenían a flote dibujando innumerables círculos concéntricos, hasta que eran absorbidas repentinamente con sus ondas, como si la llamada de algún eterno elemento estuviera concentrada en un sólo punto de la impenetrable piscina.

El sonido de los rápidos se escuchaba cercano. La canoa se escoraba a uno y otro lado, latido rojo perdido entre las aguas.
Mantenía los pies bien asentados en el fondo de madera de su viejo bote, las piernas flexionadas, y entre ellas apretaba con fuerza una caja cilíndrica. Batía los remos vertiginosamente. El sonido turbulento del agua encajonada entre las rocas era más intenso y aún así le pareció oír voces. Por segunda vez se giró sin ver nada, escudriñó ambas orillas y aceleró el ritmo de los remos.
Los brazos comenzaban a no responderle, sintió un golpe contra una roca y perdió uno de los remos que desapareció a la deriva. Se levantó, y con el brazo desposeído agarró con fuerza pero amorosamente, la urna que había estado entre sus piernas irguiéndose orgulloso en la tormenta.
Ya había alcanzado el límite que le separaba del salto y no vislumbraba el ansiado estanque. Besó la urna y al levantar la vista, descubrió a la izquierda una superficie diáfana y sosegada. Con el único remo que le quedaba logró enderezar el rumbo de su viaje.

Al atardecer, el arco iris iluminó un bote rojo a la deriva.