martes, 22 de mayo de 2012

TIEMPO MUERTO


Un minuto suspendido en la línea recta del horizonte, destello anunciado. El reflejo del minuto en el azulejo blanco, la espera congelada en el vaivén de segundos minúsculos que no pesan, que no pasan.

Agujas de hielo clavadas en el cuero cabelludo, corona de diamantes reflejada en la pared sin mácula.
Un abismo de preguntas sin respuesta se abre y golpea: margarita de la duda deshojada por el azar de ser flor y no otra cosa.

Dos minutos languideciendo en la cesta de fortuna, cayendo allí, donde la tierra se acaba, atrapados por el sol de medianoche.
Lenta tortura de la incertidumbre, espera deseada y rechazada, oxígeno que falta,  que ahoga y la barrera del miedo que como arrecife de coral actúa de dique ante la espera...
Y de pronto, en el reloj del tiempo acorralado, suenan las campanas del alba. El horizonte se desdibuja, la calima densa el tiempo, y los minutos, y los segundos, se deslizan   por la línea recta del horizonte, ábaco exacto indicando que el tiempo se ha acabado.

miércoles, 9 de mayo de 2012

EL PANTANO


- Corre, tío, corre. Tenemos que salir los primeros.
Mario mira a su amigo Dani que baja veloz por el camino hacia el embarcadero, donde las piraguas esperan en las mansas aguas del embalse, inmóviles en la quietud de la mañana.
Les persigue el rumor de los pasos del resto del grupo, unos treinta chicos y los monitores. El polvo que levanta la tropa, iluminado por los primeros rayos de sol, deja un rastro dorado en el camino.
- Espérame, Dani, no puedo correr tanto.
Los chicos llegan en tropel al embarcadero. A cada uno le corresponde un chaleco salvavidas, y les es asignada una piragua en cada una de las cuales hay dos monitores.
El objetivo de la excursión es llegar a una pequeña isla situada en el centro del pantano.
Se van alejando de la orilla hasta que sólo parecen una guirnalda de flores naranjas sobre el azul oscuro del agua.
Dani y Mario van sentados en la primera piragua. La inexperiencia general en el manejo de los remos, hace que se deslicen lentamente.
- A mí, esto de los pantanos, no me gusta nada, Dani, -dice Mario bajando el tono de voz. No sé, me da mal rollo mirar el fondo. ¿Sabes que ahí abajo hay un pueblo. Dicen que cuando el agua baja, sobresale el campanario de la iglesia y se oyen unos lamentos...
- No seas plasta, -le interrumpe su amigo- y rema, rema, que quiero llegar el primero a la isla.

El centro de vacaciones está situado en lo alto de una elevación muy boscosa, en una pequeña meseta en la que las distintas edificaciones se extienden ordenadas y blancas alrededor de un espacio rectangular de tierra rojiza.
Este orden apacible, es roto por un edificio ruinoso que, desde el punto más alto domina el campamento.
Después de cenar, Mario y Dani, a los que se ha unido Sebas, un chico de su clase, pasean aburridos.
- ¿Qué hacemos, tíos? Me pudre no hacer nada, -dice Daniel.
- Podríamos subir a las ruinas. .mi abuelo era del pueblo y nos contó algunas historias raras sobre este pantano. Yo nunca había estado aquí y me gustaría ver qué hay,
 -contesta Sebas, mientras lanza piedras al tronco de un pino enorme.
- Pero es peligroso. Nos han dicho que no entremos, que se nos puede caer todo encima...
- Chorradas y mariconadas, Mario, a mí sí que me gustaría...
- Sí, llegar a descubrir lo que sea el primero...
- Tienes miedo –le corta tajante Daniel.
- No es eso.  Es que hay cosas que es mejor no remover.
- Bueno ¿vamos o qué? Sebas ha dejado de tirar piedras y mira irritado a los dos amigos.
- Joder, claro que vamos –contesta Dani. Vamos a ser los primeros en...
Sus voces se van difuminando mientras se sumergen en la oscuridad del bosque.


El cabo Rufiano Pérez, baja deprisa por el camino de la prisión, arrasando con el peso de sus botas las piedrecillas del camino. Es de noche y sólo el ruido de la grava rota acompaña sus pasos. De pronto se detiene. Un leve temblor en el labio superior hace que el negro bigote baile, descomponiendo su gesto tosco, cruel y prepotente. Ha oído una especie de quejido entre la maleza.
- ¡Alto¡ ¿Quién va?
- ¡Me caguen todo¡ Si es alguno de esos cabrones intentando llegar al pueblo después del toque de queda, me lo cargo, por estas que me lo cargo –y lanza un escupitajo al camino mientras quita el seguro a la pistola.
El rumor de un aleteo entre las ramas disipa sus temores: es una lechuza que escapa ante las voces.
Los nidos de ametralladoras estratégicamente situados en los puntos más altos que rodean el poblado, siguen allí como si formaran parte de las rocas. Aún así, mira con cautela a su alrededor. El hermoso silencio de la noche estrellada le acecha. Aprieta el paso hasta llegar a la cantina. Antes de entrar guarda el arma.
- Buenas noches a todos, grita desde la puerta.
Todos son dos: el chusquero Gómez y el listero Peregrino Sánchez, iluminados por una bombilla mortecina.
- Buenas noches nos de Dios, Rufiano.
- Ponme un vaso de vino Gómez, que ha sido una noche muy dura.
- ¿Has acabado la guardia? –le pregunta Gómez mientras vierte un vino granate y espeso en el vaso.
- Sí, por hoy ya está bien. Estoy hasta los cojones...ellos durmiendo a pierna suelta y nosotros aquí, sin pegar ojo, vigilándoles.
El cabo Rufiano Pérez se bebe de un trago el vino, relamiéndose después los tupidos bigotes. Peregrino no puede dejar de mirar las manos del cabo, los nudillos desollados, casi en carne viva, las uñas manchadas de rojo.
- ¿Pasa algo, listero? –brama el cabo, mientras se dirige a la puerta.

Al alba, el silencio diáfano del bosque es atravesado tres veces por el sonido punzante de una sirena.
Desde las distintas construcciones que componen el poblado, salen cientos de sombras que avanzan como un solo hombre hacia el recinto central. Los listeros ocupan los vértices del rectángulo que conforman las filas de obreros.
La cantinela de los apellidos de los trabajadores de la presa se desliza monótona: presos solteros, presos casados, obreros solteros, obreros casados....presente, presente, presente.
- Rodríguez Mata, Serafín. El listero levanta la vista del manojo de hojas grapadas. Una enorme nube de inquietud se posa encima de la multitud.
-¡Mi sargento! ¡Mi sargento! –grita el listero cuadrándose. Falta un hijo de puta.
Los soldados rodean el recinto como un muro humano que nada puede hacer frente a los lamentos de los prisioneros.

El ascenso a las ruinas es lento. Los tres chavales se iluminan con la luz azulada que emite el móvil de Sebas. Pisan vigas podridas envueltas de maleza, tejas rotas, cristales. Los tres muy juntos, se dirigen a una escalera que parece llevar a un sótano y bajan.
- ¡Ya me gustaría ver aquí a la Lara Croft! -grita nervioso Dani.
- No veo nada, acerca el móvil joder, que me voy a matar, -suplica Mario.
- Esto creo que eran celdas..., dice Sebas mientras acerca el móvil al suelo. Mirad, ¿veis esas manchas, las veis?
Tres cabezas juntas, miran a donde ha señalado Sebas y tres bocas gritan a la vez:
-          ¡Sangre, es sangre¡
 Mario se agacha y toca lo que no es más que el detritus de un ave.
Acerca el dedo a la luz mientras dice solemne –es sangre, aunque ya casi seca, está todavía caliente.
Una especie de estertor o lamento reverbera en el sótano haciendo que los tres amigos suban la escalera despavoridos.
- Ahora si que vas a ser el primero, Dani, -dice Mario, riéndose a su pesar.

En las ruinas, la lechuza que allí anida vuelve a dormir tranquila, con sus ojos negros impávidos mirando al infinito. Desde hace muchos años guarda la memoria de Serafín Rodríguez Mata, asesinado, 23 años, soltero, preso, parte de su cuerpo y alma disueltos en el lodo del pantano, parte de su sangre y de su alma disueltas en la tierra de una celda.