Un minuto
suspendido en la línea recta del horizonte, destello anunciado. El reflejo del
minuto en el azulejo blanco, la espera congelada en el vaivén de segundos
minúsculos que no pesan, que no pasan.
Agujas de
hielo clavadas en el cuero cabelludo, corona de diamantes reflejada en la pared
sin mácula.
Un abismo
de preguntas sin respuesta se abre y golpea: margarita de la duda deshojada por
el azar de ser flor y no otra cosa.
Dos minutos
languideciendo en la cesta de fortuna, cayendo allí, donde la tierra se acaba,
atrapados por el sol de medianoche.
Lenta tortura
de la incertidumbre, espera deseada y rechazada, oxígeno que falta, que ahoga y la barrera del miedo que como
arrecife de coral actúa de dique ante la espera...
Y de
pronto, en el reloj del tiempo acorralado, suenan las campanas del alba. El
horizonte se desdibuja, la calima densa el tiempo, y los minutos, y los
segundos, se deslizan por la línea
recta del horizonte, ábaco exacto indicando que el tiempo se ha acabado.
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