lunes, 16 de mayo de 2011

El personaje del año

Señoras y Señores:
Es de bien nacido ser agradecido, así que en primer lugar me gustaría dedicar este premio al verdadero ganador: el público, mi público, todos aquellos que me han elegido entre las ilustres y más meritorias personas nominadas para esta distinción.

En segundo lugar, me gustaría contarles quién es realmente el causante de que yo, una persona como cualquiera de ustedes (aquí señalaré al público de la sala varias veces) haya llegado hasta aquí. Quisiera hablarles de mi abuelo Antonio. Mi abuelo Antonio era pastor. Todas las tardes, al salir de la escuela, le subía la merienda al prado en el que recogía a su ganado para conducirlo al corral al anochecer. Mi abuelo era hombre de pocas palabras. Según mi abuela Mercedes se entendía mejor con sus ovejas y sus perros que con sus semejantes; puede ser que tanto tiempo en contacto con el horizonte infinito le hubiera llevado a la comprensión de lo esencial, pues cada tarde, antes de darme la mano para regresar al pueblo me decía elevando la voz “hijo mío, no hay más tonto que el que escucha lo que quiere oír”. Como ya he dicho era parco en palabras, pero siempre tenía un oportuno refrán en la boca, como si su bota, en vez de vino, rebosara de sentido común, sentido que se le agudizaba al anochecer: no había día que no finalizara con una retahíla de ellos.  Para cuando llegábamos al pueblo ya había enmudecido totalmente y hasta la mañana siguiente no decía ni mu.
Cuando había algún conflicto entre vecinos lo llamaban.  Se lavaba a conciencia las manos, cara y orejas, se encasquetaba la gorra de paño y con parsimonia se dirigía hacia la plaza. Expuesto el caso por los oponentes, el silencio reinaba hasta que mi abuelo lanzaba al cabo del rato tres o cuatro refranes (cuando no encontraba uno que recogiera con propiedad el caso) más o menos relacionados con lo expuesto, lluvia de sentido común que apagaba la discordia.  Entre ellos siempre había alguno que respondía a lo que todos querían oír, no sé si debido al tono de seguridad con la que sentenciaba, seguridad que había hecho enmudecer los tímidos intentos de participación de los sabios del lugar –el maestro, el médico...- siempre tan dubitativos con respecto a la certeza de los distintos saberes que dominaban.

Hace cuarenta y muchos años (habrán murmullos), sí no se rían, ya sé que no aparento la edad que tengo, pero soy sincero, ya saben que hoy en día con dinero y cirugía ¡se pueden maquillar tantas cosas! (aquí guiñaré un ojo con complicidad y proseguiré)..pues bien hace cuarenta y tantos años, yo era un niño locuaz y extrovertido que abandonó la escuela antes de finalizar la enseñanza elemental, muy a pesar de mi maestro que se lamentaba del desperdicio de mis cualidades de memoria y oratoria de Cicerón, según sus palabras. Pero a caballo regalado no le mires el diente: yo no estaba dispuesto a tirar por la borda ese don que muchos admiraban y que junto al acervo de refranes heredados de mi abuelo eran lo único que tenía.
Cuando murió mi abuelo Antonio me fui a la ciudad. Acababa de cumplir dieciocho años y entré a trabajar en una empresa de confección infantil, en la que ascendí al cabo de año y medio a agente comercial. En mi primera ruta por toda la geografía española batí los récords de ventas: con mi labia conseguí vender los modelos más recargados -de mucho éxito en el Sur pero nulo en el Norte- en Cantabria y País Vasco, que sumado al éxito de ventas de los modelo más sobrios en Andalucía, junto a los modelos de la temporada anterior que vendí en todo el territorio nacional, me colocaron en el puesto de agente ejemplar durante un tiempo. Enardecido por mi éxito, intenté ampliar mis horizontes: comencé a frecuentar exposiciones, museos, bibliotecas, librerías y tertulias, con la finalidad de almacenar la mayor cantidad de información posible. Les soy sincero (aquí realizaré una larga pausa): en muchos de estos lugares, atravesé el umbral con el único propósito de recoger folletos y leer las solapas de libros de cualquier género, aunque adquirí cierta predilección hacia los de economía con esas palabras que podían decir todo y no decir nada. Y así, alternando las temporadas de ventas con las inmersiones culturales pasé varios años, hasta que en el invierno del 98, un cliente de un importante pueblo turístico, elegido concejal de urbanismo en las últimas elecciones, deslumbrado por mis aparentes conocimientos sobre la coyuntura económica me propuso ser su asesor en el ayuntamiento. No me costó abandonar la empresa, ya a la deriva por la reciente competencia asiática. Me dispuse a nadar y guardar la ropa.

Mi misión consistió a groso modo en venden las excelencias de los diferentes planes de urbanización y recalificaciones de terrenos rústicos a los propietarios de tierras y asesorar a los funcionarios de urbanismo en sus contactos con las empresas inmobiliarias, instruyéndoles en los términos a emplear. Era un trabajo limpio y bien pagado. En una ocasión, el concejal me pidió consejo sobre cómo actuar con algunos propietarios que no querían vender. Recordé a mi abuelo Antonio y le respondí que no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Un año antes del nuevo período electoral, el concejal de urbanismo fue acusado de corrupción y malversación de fondos públicos. A pesar de ello fue reelegido, obteniendo más sufragios que en los anteriores comicios. Se paseó por el pueblo aclamado por sus partidarios como en el cuento del traje del emperador, que estoy seguro que ustedes conocen.  Cuando las barbas del vecino veas pelar, por las tuyas a remojar, así que presente mi dimisión y con lo que había ganado en mi etapa de asesor aguanté un tiempo, hasta que me presenté al casting del programa “Hasta aquí he llegado” siendo seleccionado. Recordarán que el primer programa fue un éxito de audiencia: logré explicar mi trayectoria encadenando un refrán tras otro y fui pasando por distintas tertulias televisivas hasta que me ofrecieron tener mi propio programa, por el que hoy he sido premiado. 

 Aprovecho esta entrañable ocasión para comunicarles (larga pausa, ojos humedecidos) que abandono el programa.  Voy a presentarme como candidato a las próximas elecciones generales por un nuevo partido que he fundado sustentándome en el principio “donde fueres haz lo que vieres”.
Y para finalizar, querido público, les diré lo que mi abuelo Antonio (pausa dominada por la emoción) me dijo con voz casi imperceptible antes de morir: ha llegado el fin de las luces.
Gracias.




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