domingo, 9 de octubre de 2011

Ante el precipicio


¡Ojalá estuviéramos solos en el Universo!, le susurró él al oído justo cuando anochecía. La incertidumbre que la invadió se transformó poco a poco en temor. Bueno, solos no, reconsideró él: está la Naturaleza, la Naturaleza con mayúsculas, siéntela. Ella notó cómo la brisa tamizaba sus palabras. Era una noche profundamente estrellada. El valle, alfombra vertiginosa y oscura, se extendía a sus pies como el altar de un templo derruido, las dos montañas gemelas columnas de un atrio luminoso revestido por la cúpula celeste.  Permanecían sentados ante el precipicio, callados, olfateando los límites del horizonte escondido, cuando él quebró el silencio para llamarla princesa, y un miedo desconocido, primitivo, se fue apoderando de ella. Imaginó una invasión extraterrestre, una abducción colectiva de los habitantes del valle, allí abajo en el pueblo. El estruendo de las naves de rastro refulgente al abandonar la vaguada no podía apagar los crujidos de las ramas, los sonidos de las aves de la noche que era incapaz de reconocer...y rogó que al menos quedara algún marciano despistado, alguien a quien querer de manera previsible, aunque imprevisibles fueran sus necesidades...cualquier cosa antes que seguir  sola en el mundo con él.  Más miedo no puede tener, está sola por primera vez ante el deseo, en el día de su catorceavo cumpleaños. Quiere empujarlo hacia el vacío, pero únicamente consigue darle con una piedra en la cabeza y huir sendero abajo hasta llegar a casa, contestar a qué ha pasado, se ha caído y golpeado en la cabeza, para diez minutos después llegar él desmadejado, lívido. Tres puntos de sutura él y ella trece años ejercitándose en besos consentidos: besos de sabor a humo, besos de cerveza, besos de espaguetis, besos....

Hoy, de pronto, le ha asaltado este recuerdo como un delfín enloquecido irrumpiendo a traición en este día tan importante, aquí en la iglesia, en el día de su boda, ante el altar repleto de azucenas y lirios blancos, percibiendo los murmullos de su familia, de sus amigos, la letanía del cura cada vez más lejana, sumergida en el país de la memoria que la habita desde que ha puesto los pies en este templo, arrastrándola al borde del precipicio, con el novio de su hermana pasando de la contemplación zen a la acción sin miramientos, besándola mientras ella le grita temblando besaré a quien yo quiera y no a ti, que has estado acechándome desde que llegaste con tu mochila de espiritualidad a cuestas, con tu barba y pelo claro, deslumbrando a las mujeres de la casa…

Entre la nube de arroz le ve acercarse a darle la enhorabuena, trajeado, medio calvo, acariciándose la leve cicatriz de su sien izquierda. Ella le responde con un beso terroso y tenso de ciervo acorralado.


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