Cuando te
encuentre, te diré: no te vi ayer en Berlín. Ni tampoco antesdeayer. Te busqué
en el centro comercial de Mitte, adonde habías bajado a comprar sal para
hornear. No te encontré. No la he visto desde hace cuarenta y ocho horas,
le dije al policía, cuando salió a comprar, cuando saliste, amor, a comprar.
Desde que te
fuiste, colecciono momentos como mapas congelados en el tiempo, trozos de
asfalto negro que guardo para cuando te vea, díganselo, le dije al policía.
¿Hablamos de una
mujer? me preguntó, y con educación, le contesté que sí, que por supuesto se
trataba de una mujer, pero no de una mujer cualquiera, eras, eres tú, mi amor,
mi dulce guerrera, no pude, no puedo evitar describirte así.
¿En Berlín?
preguntó al otro lado de la línea un gendarme desde París, y te imaginé
deshaciendo nudos de autopistas cruzadas por carteles en un idioma desconocido,
tan remoto como el lenguaje incomprensible que desde hace tanto nos sustenta.
¿Con quién hablamos? Soy su marido, el marido
de la mujer desaparecida en Berlín, esa que ahora me dicen que han encontrado
en París. No recuerda su nombre, ni de dónde viene, ni porqué está aquí, lo ha
olvidado todo, me repite el gendarme, todo no puede ser, amor, estoy aquí
esperándote hace ya dos días, con los zapatos mojados desde que salí a
buscarte, nada me habías dicho de ese mapa enloquecido que intentabas descifrar
en los lazos de las autopistas como si quisieras perderte en ellas para
encontrarte, para encontrarnos, y no pudiste, te perdiste entre los árboles
desconchados de la memoria, su orientación le falló, les dije a las autoridades
de tantos países que atravesaste en dos días.
¿Cómo su orientación? Su esposa ha perdido la
memoria, pero yo no les creo, amor, no quería creerlos hasta que hoy me han mandado
una foto por Internet: estás sentada, mirando a la luz blanca, algo despeinada,
con tu chaqueta marrón y un paquete de sal en el regazo, y ahora sé, amor, que
te he perdido.
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